En tiempos remotos, los leprosos eran estigmatizados como individuos altamente contagiosos y nocivos para la comunidad. La iglesia católica, en épocas pasadas, mantenía lugares apartados donde aquellos diagnosticados con esta grave enfermedad eran relegados, distanciados de su familia y seres queridos, condenados a vivir sus últimos días sumidos en una profunda tristeza y soledad.
En Colombia, existe un lugar emblemático al que eran confinados los leprosos. Allí, un emblemático puente marcaba el umbral a un exilio definitivo, donde las personas atravesaban hacia una vida de reclusión, mientras se despedían para siempre de familiares y amigos, en un ritual simbólico que asemejaba a una prematura despedida mortuoria. A este triste paso se le denominó como el “puente de los suspiros”.
Similar a estas desgarradoras escenas del pasado, en la actualidad existe un vínculo entre Venezuela y Colombia que evoca la misma sensación de desamparo y separación: el Puente Internacional Simón Bolívar. Situado entre las ciudades fronterizas de San Antonio y Cúcuta, este cruce se ha transformado en el moderno “puente de los suspiros” para muchos venezolanos que, empujados por la crisis, deben abandonar su patria.
Recientemente, una joven talentosa muy cercana a mí vivió una situación análoga. Tras graduarse de la universidad en Venezuela, se vio forzada a dejar su tierra, sumándose al éxodo causado por la indignante falta de oportunidades que el régimen de Nicolás Maduro ha perpetuado, una diáspora no buscada sino impuesta por las circunstancias de pobreza y opresión.
La complejidad para emigrar de Venezuela me recuerda a la Alemania Federal durante la Guerra Fría, donde el Muro de Berlín arrebataba la libertad y separaba familias, y donde las personas arriesgaban todo para escapar del riguroso régimen comunista.
La odisea moderna empieza con la lucha por obtener un pasaporte, enfrentando una amalgama de burocracia desmedida y la corrupción sistémica, convirtiendo la adquisición de cualquier documento en una penosa peregrinación, a menudo solo superable mediante el desembolso de grandes sumas de dinero casi siempre inalcanzables.
Las personas parten de Venezuela con lo mínimo, con ahorros que en moneda local han sido devastados por la hiperinflación, un testimonio vivo de la economía en ruinas del país. Una vez fuera, la esperanza de subsistir se vuelve una inmensa incógnita.
Fue así como Rosa, protagonista de esta narrativa, se dispuso a escapar del país que se ha tornado en una vasta prisión, un mausoleo en el que sus habitantes se desvanecen poco a poco. Motivada por su familia, decidió tomar las riendas de su destino en búsqueda de un porvenir más promisorio.
Rosa consiguió sus documentos y partió de San Cristóbal con una despedida que resonaría en su memoria para siempre. Sus padres, acompañándola hasta el puente, le gritaron palabras de amor y súplica a medida que cruzaba la frontera: “¡No nos olvides, te amamos!”. Y así, emprendió un viaje sin punto de retorno.
La odisea de Rosa es el reflejo de innumerables venezolanos que, compelidos por la realidad de su país, se ven obligados a dejar atrás sus raíces en busca de un destino incierto, una circunstancia que resuena con las crisis migratorias a nivel mundial, donde el ser humano, por puro instinto de supervivencia, se ve dispuesto a enfrentar lo inimaginable con la esperanza de un futuro más benigno.