Desde que supe que existía la emigración inmediatamente me sentí atraída y seducida, pese a que sólo tenía 11 años. A partir de ese momento le advertí a mi madre que en lo que tuviera la ocasión la aprovecharía.
La oportunidad llegó 15 años más tarde, no obstante, las circunstancias no fueron las que me imaginé cuando apenas era una niña, salir de Venezuela en el 2016 ya no era una opción, no tenía el mismo sabor dulce y seductor, al contrario, era amargo y atemorizante.
Gestionar documentos en entidades públicas venezolanas no sólo se trata de madrugar, esperar por horas sino más bien de armarse de paciencia y templanza. Es muy difícil no terminar molesto después de tanto maltrato y desplante.
Mi título profesional era mi gallina de los huevos de oro, me garantizaba una mejor calidad de vida para mí y los míos (esposo e hijo). Al escribir artículos de emigración aprendí que lo más importante es acudir a la vía legal.
Tramitar todo me llevó unos cuantos meses, inclusive llegó 2017. Salir de Venezuela se hizo tan difícil que pensé que jamás podría hacerlo, reencontrarme con mi esposo, quien llevaba meses por fuera, parecía imposible.
El sentimiento de frustración era enorme, tener que fingir para que mi hijo no se diera cuenta de lo que pasaba era fuerte, cada día me tocaba simular cual película “La vida es bella”. Sonreía y le aseguraba que papá y mamá estaban haciendo todo lo posible para que pronto pudiésemos estar juntos. Mientras, no dejaba de orar y creer que sería así.
El milagro llegó y por fin había una fecha de viaje, tuve tres semanas para organizar mi valija, en ella debía meter mis 27 años, menuda elección, yo que guardaba hasta los boletos del cine.
Despegarme de lo material no fue para nada difícil y menos cuando faltaba tanto espacio para los sentimientos. Hubiese renunciado a todo por meter en esa maleta a mis padres, hermanas, sobrinos, familia, amigos y por supuesto a Mina, mi gata.
Con mi hijo tomado de la mano, supe que no había vuelta atrás, él merecía una mejor vida y en Venezuela ya no se vivía, se sobrevivía. Los nervios eran enormes al pasar por migración, la posibilidad de que me impidieran salir del país con él niño eran altas a pesar de que tenía un permiso legal de mi esposo.
Cuando el avión despegó, me sentí cual Rose soltando la mano de Jack al naufragar el Titanic, Venezuela hundiéndose con mi familia y amigos, yo huyendo. Al aterrizar los nervios no se apaciguaban, se incrementaban. ¡Dios mío ayúdame!, no quiero mentir, fueron mis palabras antes de pasar a migración.
Para nadie es un secreto que los venezolanos no estamos yendo a otros países de turistas sino como refugiados. Mi plegaría fue respondida, no tuve que mentir, las preguntas fueron simples, fui admitida, desde entonces me convertí oficialmente en inmigrante, no por decisión como lo había soñado sino por obligación.
Por Eliezmar Cordero Coronel