¿Qué es la nacionalidad? Normalmente por nacer en un país o cumplir algunos requisitos obtenemos este derecho consagrado en Declaración Universal de los Derechos Humanos, que nos identifica como parte de una nación. Sin embargo, ¿el simple hecho de nacer en un lugar nos hace parte de él?
En la práctica, la situación es mucho más compleja aunque las legislaciones intenten simplificarla con normas generales. El sentimiento de pertenencia, de “nacionalismo”, el sentirse parte de una cultura, solo se da con la convivencia diaria.
Generalmente, el lugar donde transcurre la infancia de un individuo es donde se desarrolla este rasgo, que termina formando parte de la personalidad, ya que es allí donde adquirimos costumbres, tradiciones, donde identificamos quienes somos y a dónde vamos.
Pero, ¿qué pasa cuando emigramos y eventualmente nos convertimos en ciudadanos del país que nos acogió? ¿Dejamos entonces de ser colombianos, venezolanos, chilenos, ecuatoriano, etc? O ¿Somos canadienses a medias? La verdad es que no somos ni de aquí, ni de allá.
Y esto no debería ser considerado algo malo, al contrario, cuando las raíces se integran se enriquece la cultura de ambos lugares. En lugar de promover prejuicios que dividen a las personas por su origen, deberíamos entender que la emigración es parte de la vida en sociedad.
Aunque las fronteras sirven como un sistema de organización social, deberíamos eliminarlas de nuestro imaginario colectivo. El mundo actual es cada vez más globalizado, el internet ha roto las barreras geográficas, colocando el conocimiento y la información al alcance de todos. ¿Por qué entonces insistimos en clasificar a las personas por su origen?
Afortunadamente, Canadá es un país con una política inmigratoria bastante abierta, que promueve la integración y la solidaridad, pero lastimosamente es uno de los pocos países que piensa así; en otros lugares, sus gobernantes imponen reglas a veces un poco absurdas al respecto.
Incluso nosotros mismos, solemos estar tan acostumbrados a los estereotipos geográficos, que llegamos a prejuzgar a alguien solo por el color de su piel, por su forma de hablar, por su lugar de origen. Es hora de romper estos paradigmas y avanzar.
Nacer en un lugar no te hace mejor, ni peor persona, son nuestras decisiones las que al final dejarán huella. Todos somos seres humanos, con capacidades, virtudes y defectos, y TODOS vivimos en el mismo planeta. Lo que pasa en un país debería importarnos a todos, tanto lo bueno, como lo malo.
Las amenazas de armas nucleares, la constante contaminación y destrucción del planeta, los desastres naturales que han ocurrido, no importa donde sucedan, de una u otra forma nos afectan a todos y por eso debemos trabajar unidos, como una sola nación.
No esperemos que las calamidades lleguen, para entender la importancia de la unión y la solidaridad. Dejemos los discursos supremacistas de razas, no es más grave un huracán que pasa por Miami, que uno que pasa por Cuba; ni las víctimas de un terremoto se clasifican por el lugar donde perecieron. Ayudemos a todos los que nos necesitan, incluyendo a todos los seres vivos, criticar a alguien por rescatar a un animal del desastre, solo demuestra menosprecio por la vida.
Cada vida es importante, hay una frase del Talmud, que se hizo conocida gracias al cine y que reza: “Aquel que salva una vida, salva el mundo entero”, pues bien, empecemos a ser parte del cambio que queremos ver en el mundo, dejando prejuicios, contribuyendo desde nuestras posibilidades y entendiendo que todos somos una pequeña parte de este mundo al que llamamos hogar.